Recuerdo
la pared de tonos grises y azulados. Recuerdo sus hombros y su cara, también su
luz; recuerdo su mirada fluyendo entre destellos y alumbrando las sombras de
mi piel.
Era de noche y cantaban las estrellas.
“Piensa
en ellas un momento” dijo, “tan lejanas y eternas”. Titilando débilmente
parecían burlarse de nosotros. “Y ahora imagina un final que no llega y un
principio inexistente: un río de estrellas, de polvo, de rocas, de fuego y de
luz, de muchísima luz”. Le miré, algo turbada. “Eso somos, así naciste” me
cogió de la mano, “del polvo caído de viejas estrellas, del agua y la vida”.
Respiré con cautela. “¿Cómo te sientes?”. Se acercó. “Pequeñita”.
Y
fuimos un compás de esa melodía de infinito guardada en las espirales del
tiempo. Las farolas se apagaron. Ya no hacían falta.